jueves, 22 de noviembre de 2018

Otra forma de libertad


Sábado 10 de Noviembre de 2018, 11:06am – Terraza, casa


Mientras le saco la pelusa al teclado y espero que haga el café, me siento a escribir sentado al sol en la terraza de casa después de mucho tiempo. A esta hora se suponía que estaría muriendo lentamente de ansiedad por el partido de Boca - River, pero gracias a la lluvia, me queda la mañana tranquila para descansar antes de ir al trabajo.

Pasó el invierno, pasó el verano, pasó el otoño, pasó el primer año en Canadá, y eso dejó mucho para contar. Se habrán dado cuenta a esta altura de que ya no estoy escribiendo como antes. En el primer viaje había un post cada un par de días al principio, cada un par de semanas en los meses siguientes, y cada uno o dos meses al final. En el segundo viaje, hubo publicaciones también regularmente, aunque se perdieron todas en la nebulosa de internet. Pero Canadá fue diferente, y hay dos cosas que quiero rescatar de esto.

En primer lugar, siempre me referí a mi mismo como un viajero, siendo Nueva Zelanda mi primer gran viaje, y Brasil mi segundo. E incluso durante mucho tiempo me referí a Canadá como mi tercer gran viaje, pero hace poco me di cuenta de que ya no es tan así. Creo que paulatinamente en estos años fui dejando de ser el amigo viajero, a ser el amigo que vive en el exterior, y creo que la diferencia es mucho más grande de lo que parece.

Nueva Zelanda fue un viaje, de eso no hay dudas. Fue volar en completa libertad a merced del viento sin pensar a dónde ir, o en el futuro o en el pasado. Fue un viaje del presente, con la principal ventaja de saber que después de un año, volvería a la Argentina por lo que todo ese tiempo allá no había preocupaciones de carrera, de ahorros, de viajes, de cuentas, de planes futuros, de nada, porque todo lo que quería, y todo lo que importaba estaba ahí mismo frente a mí. La visa me dio una ventana de un año de mi vida para tomarlo en completa libertad, salir del mundo, salir de las ataduras de la sociedad, salir de todo. Y fue no sólo el mejor año de mi vida, sino un año que cambiaría mi rumbo y a mí mismo para siempre.

Parque Nacional Mount Cook, NZ. Enero 2012.
Volver al mundo fue terrible, y no me alcanzan las palabras para describirlo. Todo seguía igual a como lo dejé, el tiempo parecía no haberse movido, pero yo ya no tenía lugar en él, ya no pertenecía. Entré en una depresión abismal. Deambulaba perdido, sin rumbo, era una sombra en un mundo gris, desolado, sin color, sin vida, sin nada. Prácticamente una vez al día la tierra bajo mis pies cedía y caí en un pozo profundo, oscuro y desgarrador. No había luz, no había escalera, no había salida, no había calor, no había esperanza, no había nadie. Me obligaba a salir a la calle, pero nada ayudaba. Lloraba desde lo más profundo de mi alma hasta sacar todo el veneno que podía, y lentamente trepaba por las paredes del pozo hasta llegar a la no mucho mejor superficie, en donde me veía de nuevo parado en medio de un terreno “Mordoresco* sin camino que seguir, sin orientación, y sólo, porque a pesar de estar en Buenos Aires, rodeado de la gente que amo, nadie estaba en mi lugar, nadie caminaba por la tierra seca y muerta sobre pies descalzos conmigo. Y así como en Nueva Zelanda, fuera de todas las ataduras y condiciones de la sociedad donde viví toda mi vida, pude ver realmente quien era yo en el fondo, al volver, lo perdí todo y me sentí menos yo de lo que jamás sentí antes y después en mi vida.

*Mordoresco: de Mordor, El Señor de los Anillos

Tomé la decisión de hacer lo único que tenía sentido, irme de nuevo. Así llegué a fines de Mayo del 2014 a São Paulo, buscando consciente e inconscientemente un nuevo Nueva Zelanda, que por supuesto, nunca iba a encontrar. Hubo destellos de luz, muchos. El camino se tornó menos oscuro, y las caídas en los pozos más esporádicas, pero no desaparecieron. Lo cierto es que pasara lo que pasara, estuviera donde estuviese en esa época, poco hubiera cambiado. Aún si hubiese vuelto a Nueva Zelanda, que era mi mayor deseo en el mundo, hubiera sido igualmente brutal, porque el tiempo pasado no iba a volver. El primer viaje ya no era, y todo lo que lo había hecho único ya no se iba a repetir. No entendía nada, no entendía por qué estaba ahí ni por qué estaba yo tan mal, ni que era lo que tenía que hacer. Brasil fue una etapa terrible y difícil, igual puse siempre lo mejor de mí. Cada mañana me levantaba, y dejaba todo lo que tenía en el hostel, todo. Volvía a casa, lloraba, me preguntaba por qué se había dado todo así y qué podía hacer para cambiarlo, para salir de esa situación, dormía, y a la mañana siguiente repetía. Me sentía sólo, terriblemente sólo y perdido. Pero así como todo en Nueva Zelanda había encajado perfecta y mágicamente para ser algo único e irrepetible, la etapa de Brasil fue todo lo que necesitaba en esa época para empezar a salir adelante. Compartí el camino temporalmente con Adam, Rodri y muchas otras personas que pasaron y dejaron una marca enorme en mí. Tuve el hostel, viví el ayahuasca. Hoy mirando atrás veo que, dada mi situación personal en ese tiempo, nada podría haber sido mejor de lo que fue, y así Brasil preparó el camino para lo que venía después. De todas formas mi camino me llevaba indudablemente lejos de Brasil, lejos del hostel, y lejos de Río de Janeiro. Llegué hasta donde pude, luché hasta donde pude, y me fui cuando ya no tenía nada más que dejar ahí, y necesitaba cambiar de rumbo.

Apertura oficial del hostel. Rio de Janeiro. Diciembre 2014.

Esto me trae a Canadá. Algo impensado que llegó sin buscarlo porque ni sabía que era posible venir. En el camino vi mil opciones más factibles, pero no se sentían correctas. Estuve a un click de irme a Noruega, y a otro de irme a Irlanda. Llené todo el papelerío que necesitaba, en fecha y forma, pero cuando tuve que apretar el botón decisivo, no pude, algo en mí decía “no”. Sin avisar apareció Canadá, y supe de inmediato que era a donde tenía que estar. Y acá estoy. En los años anteriores me di cuenta como Nueva Zelanda pasó de ser mi mayor “bendición” a mi mayor torturador. Se convirtió en una mochila casi imposible de llevar que no me iba a dejar nunca ser feliz, ni disfrutar nada de lo que tuviera delante. Era una carga del pasado que me mostraba como nunca nada iba a ser tan bueno como fue, y como nunca iba a poder ser feliz sin volver. Sabía que necesitaba dejarla ir, soltarla, pero era una tarea imposible. Cuando vine a Canadá no esperaba encontrar una nueva Nueva Zelanda, no buscaba nada, lo único que le pedía a Canadá era ayudarme a soltarla, nada más. Lo demás que viniera, era un bonus. Pero así como cuando apareció como opción supe que era a donde me llevaba mi camino, aún antes de venir sabía que Canadá iba a ser el cierre de una larga etapa de mi vida que empezó allá a mediados del 2011. Lo sentía, y no me equivocaba.

Hoy, a poco más de un año de llegar, puedo decir que no viví las aventuras de los viajes anteriores, no tuve mil y una anécdotas para contar, ni sé si tenga recuerdos o momentos o etapas que queden marcadas para siempre en mí, y por eso es que no tuve mucho para escribir. Pero lo que puedo decir con certeza, es que la mochila de Nueva Zelanda quedó atrás. Ya no tiene poder sobre mí, ya no me lastima, y y mi mundo hoy, es una linda pradera entre las montañas atravesada por un arroyo. La tierra de desolación quedó atrás y aún en los días grises, puedo sentir el pasto bajo mis pies y oír el murmullo del arroyo, y estoy bien. Sin las aventuras y picos extremos de felicidad que supe tener antes, Canadá me curó, y hoy es mi hogar.

Ferry a Bowen Island, BC. Marzo 2018.

Hoy me considero más otro argentino viviendo en el exterior que un viajero con mochila en la espalda. Y eso está bien. Sea que viva acá o en otro lugar, no voy a dejar de viajar, porque es parte de lo que soy, pero ya encontré todo lo que necesitaba y le saqué todo el jugo que podía a mis grandes viajes sin rumbo fijo, y hoy ya estoy para caminar con un rumbo marcado, por mí.

Lo segundo que quería rescatar va de la mano con el dejar ir y soltar a Nueva Zelanda. Durante todos estos años, sin poder estar allá, busqué cosas que solía tener durante mi estadía en las islas. Creo que ya mil veces conté como amo The Kiwi Life, y como siempre vuelvo a leerlo. Siempre quise poder seguir escribiendo así pero nunca pude. Luché mucho, escribí mil cosas durante estos años y sólo tengo para rescatar un cuento corto llamado “Una nube en la estación Carlos Gardel” que creo sólo leyeron mis viejos, Mati, sus viejos y Eli, y un par de posts en el blog que escribí en Argentina y se perdieron, como “Esos encuentros inesperados” o aquel otro que como introducción al viaje a Brasil contaba como el viajar venía de familia (creo que ese aún vive en mi blog). Lo demás o nunca lo publiqué, o lo dejé desaparecer como casi todo lo que escribí en Brasil. Siempre temí perder el toque y no poder volver a escribir nunca de la misma forma. Soñaba con poder volver a escribir algo que me enorgulleciera y me encantara. Al llegar acá escribí únicamente dos o tres publicaciones que realmente me gustan. Después de muchos años, vi que aún tenía esa capacidad y fue otro peso que pude dejar atrás. Una vez conseguido, perdí las ganas de escribir así y prácticamente no lo hice más, y está bien. Ya no es un peso que llevo conmigo.
Lo mismo pasaba con el fútbol. Amé jugar para el equipo de Motueka y durante años quise volver. En el camino me hice bosta la rodilla. En el semestre anterior a venir me hice ver por el fisio de Boca, hice rehabilitación, y me maté 6 meses en el gimnasio para poder recuperar la rodilla con el único objetivo de venir a jugar a la liga canadiense. Me moría de ganas, era algo que estaba desesperado por hacer. Dos días antes de venir me esguincé la otra rodilla, lloré en el auto. A principios de este año empecé a entrenar de nuevo con el mismo objetivo. Hace unos meses, al principio de la temporada me fui a probar a un equipo de la tercera división de la liga metropolitana de Vancouver. Me invitaron a seguir yendo a entrenar hasta ponerme a punto y poder empezar a jugar la liga. Me llevaba 45 minutos de bondi ir, y 45 para volver. Después de el primer entrenamiento estaba feliz. Lo conseguí, después de 6 años pude volver. Después del segundo entrenamiento me di cuenta de que ya no tenía ganas de viajar tanto para ir a entrenar. Y no volví más. Y está bien.

A lo que voy es que me estoy dando cuenta de que mucho de lo que me faltaba y me desesperaba, no eran realmente cosas que necesito para ser feliz o que quiero realmente hoy. Eran cosas que me supieron hacer feliz en algún momento, y que sufría más su falta, de lo que realmente quería hacer la cosa en cuestión. Y así, poco a poco, me voy soltando de todo lo que ataba, de todo lo que me comía la cabeza y vuelvo a sentirme libre. Libre después de 6 años, libre en una forma completamente distinta, ya que en esa época tenía tantas o más cosas en mi mochila, que hoy, por tiempo pasado, por experiencias vividas, por maduración, edad, o como quieran llamarlo, pude soltar.


Y esa era la cuestión todo este tiempo. Yo sólo quería volver a atrás en el tiempo, quería volver a todo lo que me había hecho feliz, cuando siendo yo una persona completamente diferente, lo que necesito hoy son cosas completamente diferentes a lo que necesitaba en ese entonces. Lo que me hizo feliz en esa época no es lo que me haría feliz hoy. Sólo tenía que soltar el pasado. Hoy me siento de nuevo libre. Y me encanta.