sábado, 1 de junio de 2013

El fin de The Kiwi Life


Admito que no me veía tan ansioso, pero cada cosa que pasaba, cada hora que pasaba que me acercaba más, me ponía una sonrisa en la cara y hacía que me moviera en mi asiento. Era algo en lo que había pensado hacía mucho ya, pero parecía nunca venir.

No puedo decir que se haya pasado volando ni que haya sido eterno, todo pasó en el tiempo en que tenía que pasar. Pero era una sensación muy extraña, hasta ambigua. De todas formas nada quitaba que estuviera verdaderamente contento y hasta sorprendido, ya que en ninguno de mis planes aparecía como opción, pero aquí estaba.

Las horas que pasé en el Aeropuerto de  Sidney no fueron la ayuda en la transición que hubiera esperado. Si bien fue un empujoncito anímico que me acercó un poco más a mi destino, no me hizo sentir que me alejaba de NZ. El primer cachetazo fue tal vez esperar en la mini sala de embarque, rodeado en su mayoría por argentinos. Hacía tanto tiempo que no estaba en un lugar rodeado de argentinos y donde se escuchaba español por todos lados. Pero más se sintió al abordar el avión de Aerolíneas Argentinas. Sé que suena crudo decir que pasamos de un avión de primer nivel, comodidad y tecnología de Air New Zealand a un avión decorado y equipado por última vez a fines de los ‘80. Antes que eso, el “azafato” con cara de argentino recibiendo en inglés a los turistas y en castellano a los que teníamos caras obvias de latinos, en ambos casos, con fuerte acento argentino. Creo que ese fue el punto de no retorno. 


Aeropuerto Internacional de Sydney. Sólo una pequeña parte de él.


Tal vez suene simple, hasta superficial resaltar el cambio entre bajarse de un avión equipado con una pantalla táctil y sistema de entretenimiento  completo personalizado, donde yo elegí la película que quise ver, y subirse a un avión con un proyector  al frente desenfocado. Fue un paso más grande de lo que parece, fue un cambio de sociedad. Fue bajarme de algo muy kiwi, algo muy prolijo y en pos de un buen servicio, algo que simbolizaba mi vida en el último año y medio, y subirme a algo que era típico símbolo argentino. Pasé de viajar en el 7 de Wellington donde tocabas el timbre sentado y en la parada te esperaban que te pares, camines a la puerta y bajes con un vociferante “gracias chofer”, al 7 que te deja en retiro y si no arranca antes de que termines de bajar, llega tarde a destino. Fue algo tan simple como un cambio de avión, pero para mí fue un cambio de país. Fue el fin de mi viaje, ya estaba en Argentina.

Durante el viaje no hubo nada rescatable, a nivel interesante. Mi compañera de asiento era una escocesa que venía de visita, excitada por venir a Buenos Aires. Dormí algo, y vi alguna serie en la compu otro rato. Y de pronto, vi tierra. 

Campo. Quería decirle a la escocesa “mirá, esa es mi tierra”, pero me imaginé que sonaría bastante estúpido y que jamás iba a comprender lo que pasaba por dentro mío en ese momento. Creo que igual se lo dije.

Un año y medio para mí fueron el fin y comienzo de muchas cosas, y la transformación de muchas otras. Ver de vuelta tierra Argentina fue fuerte. Muy fuerte. El campo y el gaucho fueron dando lugar a los poblados y pueblerinos, y estos a la ciudad. Cada anuncio del piloto me estrujaba por dentro. Las ruedas tocaron suelo. Estaba en casa.

Es difícil explicar lo que pasa por dentro uno en estos momentos. Meses y meses de escuchar a mi vieja que se ponía a llorar cada vez que decía “hola ma” por teléfono. Mis amigos y sus “te extraño puto” que sabés todo lo que significa. Un año y medio sin ver a todas esas personas que fueron parte de mí durante toda mi vida. Que de pronto, de un día para el otro no nos vimos más. Estaba de vuelta.

Puse el primer pie en tierra. Quería hacer de ese momento algo romántico como el primer paso de Neil Armstrong en la superficie lunar, pero fue complicado determinar si la manga era tierra o no, si el suelo firme del aeropuerto lo era, o si el primer paso tras las puertas de salida al estacionamiento lo fueron. Por ello tendremos que hacer un par de ajustes a la hora de hacer la película autobiográfica. Ya que estamos hacemos la despedida algo más como Humphrey Bogart en Casablanca. 

Fuera cual fuese el primer paso, definitivamente estaba en territorio argentino. A sólo unos metros estaban mis viejos esperándome, tras algunas paredes. La última imagen que tuve de ellos fue mi vieja llorando, y mi viejo en estado de shock, despidiéndome en ese mismo aeropuerto. Ellos también habían cambiado durante este tiempo, no sólo yo. Esa madrugada del 8 de agosto del 2011 también habían estado mi tío Marcelo, mi tía Norma (ver “despedida de una persona eterna”) y Gimena, mi ahora ex novia. (ver "no me quiere ni hablar y me bloqueó hasta en Facebook")

Me tomé mi tiempo y disfruté cada segundo. Inmigración fue lo primero. El pibe ahí me informó que mi número de DNI estaba asociado a una cédula de identidad cuyo propietario tenía alguna causa legal pendiente y por ello tenía prohibida la salida del país. ¡Genial! Me mandan de vuelta a NZ. O me dejan varado ahí hasta que me compre un pasaje a otro lado. ¿Uruguay capaz? No hubo problema, ya que yo viaje con mi pasaporte y no la cédula. Esperé mi valija pacientemente. Muy pacientemente.

¿Habrán mandado bien la valija? La última vez que la vi fue en el aeropuerto de Nelson. En Auckland, Air New Zealand me llevaba las valijas de un avión a otro, y en Sydney, alguien hacía lo mismo, dejando mi valija en el depósito del Airbus de Aerolíneas Argentinas.
¡Mi valija está en Sydney! La puta madre. ¿Y ahora cómo hago? Algo que reconocí como los restos de mi valija aparecieron al fin. Con algunas faltantes decorativas, y cortes y raspaduras cual rodilla de nene de 10 años en el recreo escolar, pero estaba ahí. Ahora aduana. No tengo nada que declarar, ¿que compré allá? Estos auriculares de 35 dólares. Que se partieron y en vez de traerlos alrededor del cuello bien facheros, los traigo en la mano con los 6 metros de cable enrollados alrededor del mismo. Creo que "apelotonados" es más apropiado.

Siempre quise aparecer en Ezeiza con todo el glamour, con mis pelos al viento, mis Rayban, mis auriculares reposando en el cuello, mi mochila colgando sobre un hombro, y la valija en la mano contraria. A lo modelo de valijas “Chanel”.

Los Rayban nunca me llegaron, los auriculares rotos iban en la mano en la que sostenía también la campera de invierno (era pleno verano), el cuello torcido de intentar dormir en el avión, y la valija destartalada. Fui más bien el Chavo llegando a Acapulco.

Pero estaba llegando. La Aduana era un molinete. Pasé y ni me miraron. Podía llevar diamantes, cocaína, un huevo de kiwi en un bolsillo, y una serafia (o cerafia, ver nota al final) en el otro, que nadie se iba a dar cuenta. Otra habitación más. Taxis y transportes a la ciudad, como Manuel Tienda León. Seguí caminando, faltaba menos.

Y vi la puerta al final de la habitación. El final tangible de mi viaje, el final de The Kiwi Life.  Vi a la gente salir y doblar hacia ambos lados, y tras una cinta, las familias y conocidos que venían a recibirnos a todos los pasajeros. Sabía que todos estaban ahí. Sonreí  y caminé hacia la puerta.


Vuelo de Air New Zealand de Auckland a Sydney.
Películas, series, música o video juegos a elección.
Y un señor almuerzo.



Airbus A340 de Aerolíneas Argentinas reposando en Sydney.

El glamour.


21 de enero de 2013.

Nota: En el capítulo de los Simpson que viajan a Australia, Bart lleva consigo una pareja de ranas. En la Aduana no lo dejan pasar, así que suelta las ranas, quienes se reproducen y se convierten en plaga. Un Australiano decide llamarlas "cerafias o serafias".